lunes, 22 de febrero de 2016

Parasomnia (alternate take) - La Puerta del Infierno



 Qué sabía de ella, en realidad no sabía nada, apenas habíamos hablado. Pero de alguna manera me parecía que ya la conocía, había en ella algo que me resultaba familiar. Por la manera de hablar, el tono de su voz, la forma en que se expresaba. O quizá sólo quería que lo fuera, simplemente porque era hermosa.

  No me habría importado nada irme a vivir con ella. Con una diferencia: ya vivía con ella. Eramos compañeros de piso. Justo cuando yo entré a vivir, su habitación se quedó vacía. Pregunté el precio al agente de la inmobiliaria y me dijo que era un poco más barata porque el anterior inquilino "la había dejado por emergencia". Qué casualidad. La habitación era grande y espaciosa, mucho más que la mía. Probé el sofá, no era muy cómodo. Ya he estado en su habitación, sin que estuviera ella. Esto resultaría bastante significativo más adelante.


   Tiendo a sobrepensar las cosas, mi diálogo interno define y explica sin parar todo lo que está sucediendo. La casa no tenía salón y la cocina era muy pequeña. Apenas nos veíamos los tres que estábamos allí viviendo. Ella no salía mucho de su habitación (y supongo que yo tampoco), y cuando lo hacía no hacía ningún ruido. Era muy tranquila, y eso me gustaba también.
   Los muros eran de papel y se escuchaba todo bastante. El ruido de abrir la cortina de la ventana: mi mente automáticamente pensaba "quizás fuma". La puerta de la entrada: "habrá salido a comprar". Y así sucesivamente, una concatenación de deducciones azarosas un tanto a mi favor, que eran, tal vez, lo único que podía tener. No nos cruzábamos mucho y tampoco soy un gran conversador. Pero con eso me bastaba. Creí poder leer el resto de su ser a partir de ese puñado escaso de hechos dados.

   Pasaron los meses y aquellos pequeños gestos se acabaron haciendo familiares, valga la redundancia. Los tiempos, la hora a la que se levantaba, a la que salía de casa para ir a trabajar normalmente.

  Pero uno de esas tardes tranquilas de domingo, en las que me la cruzaba por el pasillo en pijama, me empezó a agobiar la idea de que quizá ella estaba como yo, aburrida sin hacer nada en su cuarto, y que quizá pensaba en mí también. Ese día no me la crucé, pero escuchaba los ruidos de siempre: una puerta que se abre, alguien que va al baño o a la cocina, y abre la nevera o saca alguna taza o plato de un armario. Y mi mente echaba a volar. Pensaba que quizá sería tan sencillo como llamar a su puerta, preguntarle si quería un café. Pero allí estaba yo y mi timidez, dejando pasar el tren. Una vez más.

   Recuerdo haberme armado de valor otras veces con mujeres similares: demasiado bonitas, de las que también hice extensiva su belleza al interior, a la personalidad. Haber salido con ellas una vez y ver que la cosa no fluía como debería, pero aún así seguir obsesionado. Volverme dependiente de lo que me hacían sentir, aunque no pudiera, en algunos casos, estar más equivocado. Una de ellas ahora es lesbiana. Nunca te enamores de una musa. Es inspiradora, pero no real.

  Había soñado con ella (esto también sucedía con las anteriores) hacía un par de días. Se metía en mi cuarto vacío con otra amiga suya, y empezaba a buscar entre los bolsillos de mis chaquetas en el armario. Yo llegaba y la amiga, sentada, me miraba con cara de "nos han pillado". Le preguntaba si estaba buscando algo. La amiga de repente ya no estaba y ella se sentaba a mi lado y hablábamos un rato, y yo la iba cercando hasta que la besaba. Recuerdo su cabeza inclinada hacia arriba, con un rostro que no era igual que el suyo (como suele suceder en los sueños), dejando descubierto un cuello que me parecía infinito. Aquello quizá me dejó con la guardia baja.

    La mente es traicionera, y te juega malas pasadas, también a nivel consciente. "Esta vez no será igual, has aprendido bastante", o "esta no es como las anteriores" repetía esa máscara de mí mismo en mi cabeza. "No pierdes nada, el 'no' ya lo tienes". Siempre seguía el consejo de Ulises y me ataba al palo o me ponía tapones en los oídos. Busca algo que hacer. Vete a algún lado, entretente hasta que esta idea se te vaya de la cabeza. Pero aquella tarde no había nada, ni nadie estaba disponible. Era invierno.

  Pasaba por el pasillo por delante de su puerta de camino a la cocina. Pensar que estaba allí. Que quizá yo también le gustaba, y se sentía como yo. Siempre me había tratado bien. Pensar que, tal vez, mi felicidad estaba detrás de esa puerta, y que sólo son dignos de ella los que reúnen el valor para coger lo que es suyo, venciéndose a sí mismos y a ese miedo infantil, matando al niño para que nazca un hombre.

   No pude soportarlo más. Aunque estaba aterrorizado, llamé a la puerta.

Nadie contestaba. Llamé otra vez. La puerta estaba entreabierta, y se abrió lentamente.


  No había nada.




   Mi otra compañera de piso salió de su habitación para ir al baño. Al fin y al cabo, las puertas eran iguales.



Los dioses se reunieron para juzgar a mi mente.

- Has fracasado. La prueba consistía en resistir. Ser más fuerte que tu deseo y vencerlo. No confiar en tu inteligencia por encima de sus límites. Los dioses somos nosotros, no tú.
- Ok. Y cuál era el premio?
- Ella.




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